Retrato de un niño de la calle

Ya no puedo revivir con precisión cuándo o dónde empezó mi historia. En qué instante puntual me convertí en esta persona de nostalgias y huesos. En qué segundo de mi niñez se detuvo el tiempo frente al espejo, acurrucándose irreversiblemente en la memoria para mudarme a los recuerdos. Retrocediendo en mi mente los momentos vividos se presentan como un film de capítulos innumerables. Las imágenes se amontonan. Una detrás de las otras las veo salir del letargo; y a su modo, cada cual pretende gritar su verdad.

Digamos, entonces, que así, a medida que se muestren, iré armando la historia.

Tal vez tenía seis, o siete años por esos días. Un viejo puede olvidar esos detalles con el tiempo. Lo que jamás olvidaré es el frío; aquel gorrito abrigado a cuadros con visera y tapa orejas; esa remera a rayas, rota, sucia; ese pantalón de turbio marrón claro, asomando apenas por debajo de las rodillas y sostenido por un solo tirador; las botitas de cuero gastado, atadas a cordones deshilachados y ajenos. Bien recuerdo la plaza Cortés. El banquito de madera; mis pomadas de colores; los trapos amontonados a desgano dentro de un agotado cajón de lustrabotas. Así, aparece la imagen en este sacudón inesperado. Corroído por el desamparo. Vigilado de cerca por el perro de turno, doblegándonos desde que abríamos los ojos, hasta que los cerrábamos. Ese era yo. Un niño forzado cada día a salir de su cama a las seis de la mañana para luego obligarlo a trabajar a los empujones; bajo el frío, el viento, la lluvia o el calor. Un crío de ojos agrietados, de rencores en subida y sueños gigantescos. Un chiquillo silencioso recogiendo limosnas convidadas por los eternos justicieros de la lástima. Los mismos que al marcharse te acarician la cabeza satisfechos de haber aliviado, tramposamente, su propia deuda en ruinas. La plaza Cortés, bien la recuerdo.

Así nos ganábamos el techo, la comida de todos los días, por darle una denominación. Los huérfanos venimos desde otro extremo de la vida. Desde otro mundo de perros. Desde el mundo de las soledades prendidas al alma, el olvido en las lágrimas, el hambre y el frío del odio, atado a la carne.

Los orfanatos no se pueden olvidar. Jamás se olvidan. Jamás.

Perdón por la tristeza del recuerdo, pero el retrato apareció así: primero en la lista de los maltratos esperanzados de olvido.

Yo no era de ese mundo. Cada año que pasaba vivía más asfixiado. No pertenecía a los perros. Pocos escapaban de esa cárcel negra. A lo largo de los años sólo dos habían logrado huir sin ser devueltos. Yo deseaba ser uno de esos fugitivos. Sabía que un día me marcharía y dejaría el infierno para siempre. Estaba convencido de que, del otro lado del mundo, algo bueno me esperaba. Sólo debía diferir mi oportunidad de dar el salto. Planear cada detalle como si fuese el único.

El castigo por intentar fugarse era, de verdad, cruel. Lo sabíamos. Pero aun así todos intentaban escapar alguna vez.

La oportunidad llegó de sorpresa un sábado de mayo. De repente. Sin salirme del camino siquiera. Sin tener aún nada planeado. Lo recuerdo muy bien.

Por alguna razón que jamás sabré, esa tarde, en la plaza, tres hombres se acercaron a Vicente, mi nuevo corrector desde hacía quince días. Los correctores del orfanato eran quienes nos vigilaban desde que salíamos a trabajar en la mañana, hasta que regresábamos por la noche. A ellos debíamos entregar el dinero cada vez que se nos acercaban. Eran perros mudos. Rotaban cada cuatro semanas para asegurarse de que ni uno solo de ellos despertara el más mínimo sentimiento por ninguno de nosotros. Si eso sucedía, el castigo para el corrector no se comparaba en absoluto al que nosotros soportábamos. Dicen que aún existen correctores enjaulados en un sótano oculto del orfanato. Desequilibrados.

Lo cierto es que ese día estas tres personas a las que me refería empezaron a golpear con saña a Vicente, mi corrector. Debo aceptar que me provocó hasta miedo observar el castigo. A pesar de tener trece años y haber presenciado cientos de peleas iguales o peores dentro del orfanato, era la primera vez que veía cómo golpeaban a un corrector a plena luz del día, teniéndome como testigo.

Vicente quedó tirado en el piso, inmóvil. Su cara estaba cubierta de sangre. Tieso en el suelo, le temblaban las piernas cuando los tres sujetos se dieron a la fuga. No sabía qué hacer. Intenté ayudarlo en la primera reacción después del shock. Pero luego, por alguna razón, me detuve. Todavía estaba aturdido. La gente empezó a amontonarse, pedían una ambulancia. Vicente parecía muerto y yo, en ese mismo instante, sentí el corte salvador de una cadena. A pesar de la escena, pude recapacitar ante el estupor. Era libre. El deseo más elemental de toda mi vida estaba frente a mí, y no sabía cómo reaccionar al respecto. Sólo debía huir, pero aún me sentía paralizado por el miedo. No concebía por completo la situación.

Pero sabía que de algún modo debía sacarle provecho.

La ambulancia llegó. Sin reacción, subieron el cuerpo de Vicente a una camilla, luego al vehículo, y se lo llevaron con urgencia de sirena. Jamás volví a verlo. La gente de a poco empezó a desconcentrarse y yo quedé solo, completamente solo. Por primera vez en toda mi vida me vi y me sentí libre. Y no sabía qué hacer en ese estado. Me tranquilicé, respiré profundo y entendí que si en una hora no estaba de vuelta en el orfanato con mi corrector saldrían a rastrearme. Y la plaza Cortés sería el primer lugar donde irían a buscarme.

Tenía una hora exacta para desaparecer para siempre. Y así lo hice.

Todavía conservaba el dinero. Vicente aún no me lo había retirado cuando los tres sujetos lo sorprendieron, por lo que llevaba conmigo lo recaudado. Durante horas de ese día y hasta pasado el anochecer, caminé por docenas de calles desconocidas, pasajes desolados, callejones oscuros, avenidas frías; rincones que el tiempo supo resguardar en el olvido. Las primeras noches muertas dormía en un edificio abandonado que el cansancio descubrió. Ahí me quedé días enteros y noches interminables hasta asegurarme de que ya no me buscarían por el distrito. Evitaba los parques y las plazas porque sabía que eran los lugares donde, sin duda alguna, me rastrearían. Por lo que sólo cuando me quedaba sin monedas iba con mi cajón de lustrabotas a las estaciones de trenes para hacerme de algún dinero. Era un niño de trece años perdido en una ciudad inmensa, escapando, como un vagabundo asustado, al horror de volver a un infierno.

Pero era libre de verdad. Y por primera vez le sonreía libremente a la gente.

Una noche, de madrugada, me despertaron voces en el edificio abandonado que tomé por escondite. Eran dos personas, posiblemente tres. El miedo me perforó los huesos. No escuchaba con claridad qué decían. Tal vez eran del orfanato, quizá policías, o rateros. No lo sabía. La reacción lógica era desaparecer de inmediato antes de evidenciar mi presencia. Con sumo cuidado recogí mis pobrezas y al huir no pude mantener la calma. Tropecé con un montículo de escombros y el cajón de lustrar y su banquito de madera volaron por el aire golpeando contra unos tachos olvidados, retumbando el golpe por todo el edificio. El pánico me congeló la sangre y casi me mata en ese mismo instante. Debía huir sin nada. Sentía los gritos de esos extraños increpando en el corazón. “¿¡Quién está ahí!?”, lo repetían una y otra vez hasta que empezaron a correr en dirección mía. La oscuridad me horrorizaba mucho más con ellos del otro lado y escapé aterrado de aquel edificio en ruinas con la certeza de que esos extraños iban tras de mí.

Sin miedo a equivocarme, puedo jurar que corrí y corrí y corrí sin descansar, una o dos horas por calles que ya mató el recuerdo.

Lo que jamás morirá mientras viva es el lugar que descubriría en la huida.

Los bombazos del corazón me latían en la garganta. El cansancio me estaba dejando sin fuerzas cuando doblé en una esquina sabiendo que esos extraños aún me perseguían. Ya sin fuerzas en las piernas para seguir huyendo, con la respiración entrecortada y la mente en blanco sin saber qué hacer o dónde esconderme, en una fracción de segundos, tomé la decisión más importante de mi vida: sin tener la menor idea del riesgo que asumía, me salvaría la existencia de todas las formas posibles en que puede salvarse una persona.

Sin saber lo que me esperaba del otro lado, en una acera oscura jalé el primer picaporte que encontraron mis ojos y el cual, para mi sorpresa, cedió al refugio más impensado. Cuando atranqué la puerta, estando ya del otro lado, con el corazón en las manos y la respiración inflando y desinflando enfurecida el pecho, divisé lo que en apariencias y penumbras, aparentaba ser una vecindad. Los minutos pasaron y a medida de que me fui calmando, recorrí silencioso el interior de mi nuevo resguardo. Un espacio interno albergaba departamentos numerados. Una puerta con el catorce estaba frente a mí; otra, con el número setenta y uno a su izquierda, separados ambos por un corredor que llevaba a un nuevo ambiente; y por último, otro departamento a la izquierda del anterior, con el número doce en la puerta. A un costado apenas se veía un fregadero. Y un tendedero cruzaba de punta a punta el patio donde yo estaba parado. Una escalera llevaba a otro departamento en la parte superior, a la izquierda de la puerta por donde entré y de la cual no se divisaba el número. Pegado a la baranda de esa escalera, distinguí un viejo barril. Juro por mis ojos que al instante de verlo, solitario en la penumbra, supe que sería mío. Mi escondite. Embargado por un curioso sentimiento entré en su barriga, como pude, sin hacer un solo ruido al advertir que todos en esa vecindad, dormían. El agotamiento del cuerpo era de verdad insostenible, por lo que presumo que sólo en cuestión de segundos, quedé doblado y completamente dormido dentro del barril.

Como dentro de un sueño, escuchaba a un niño pelear con una niña por una paleta, o algo así. Yo intentaba abrir los ojos, y al lograrlo, noté que ya era de día. Los niños continuaban chillando fuera. Debía salir de ese barril cuanto antes, tenía toda mi humanidad entumecida. A medida que podía, empecé a erguir el cuerpo y cuando los chavales, que seguían discutiendo en el patio, me vieron aparecer del barril, quedaron paralizados. La primera reacción del niño vestido de marinerito y cachetes soplados, al verme brincar hacia fuera, inmediatamente fue esconder detrás de él su sabrosa paleta. La niña pecosa de chuletas desiguales y anteojos cuadrados, después de sonreírme con cierto entusiasmo, fue la primera que preguntó mi nombre, al verme parado fuera del barril. “Chavo”, le dije arreglando mi cuerpo todavía en garrotera. “Me dicen El Chavo”, repetí.


Esa es mi historia. El resto ya lo saben. Fui el niño más feliz de la tierra.

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