La gomera de tubo
Llevaba conmigo
diez o doce años a cuestas cuando mucho, en esos tiempos de la calle América, mi
calle de tierra en el barrio Las Flores, cuando las siestas eran refugios de
niños traviesos, rebeldes a doblegarse al sueño caliente de las tres de la
tarde. Por esos días ya no ahuecábamos autitos de plástico para cargarlos con
piedras y aumentar así, por el peso, su velocidad en carreras salvajes que
gastaban ruedas y rodillas por igual.
Por esos tiempos
ya habíamos dejado de lado las escondidas, las figuritas, el rin raje, los
trompos, las carreras de bici. Las siestas del barrio devoraban los juegos y el
tiempo los iba olvidando como se olvidan los cacharros viejos en el cuarto del
fondo. Y cuando alguien intentaba resucitarlos para aporrear el aburrimiento de
la juntada, ya no teníamos ganas de repetirlos: “Ya estamos grandes para esos
juegos”, alardeaba algún cacique refregando sus soberanos trece años.
Así pasaban los
días por esas piernas flacuchentas de niño. La siesta era la hora elegida, la
juntada de la esquina era una obligación, un código de barrio y ahí sí, la
asistencia era perfecta, un gusto.
Fue en unas de
esas siestas cuando un amigo de la barra trajo la nueva novedad, un suceso por
esos días: la nueva gomera de tubo.
Por esos años la
gomera se compraba en los kioscos. Horqueta de hierro con goma elástica de
colores perfectamente acomodada en una bolsita de nylon. Y si no había plata
para comprarla, se cortaba de algún árbol la horqueta deseada, se adaptaba y la
goma elástica se reemplazaba por retazos de alguna cámara de bicicleta
descartada por las pinchaduras. Demás está decir entonces que la aparición de
la gomera de tubo revolucionó el sistema.
El nuevo tesoro
se compraba en las farmacias, la goma tubo reemplazaba la vieja manguera de
plástico duro que unía el sifón del oxígeno con la máscara para respirar. Hacía
los movimientos más flexibles, tenía más durabilidad y se adaptaba mejor que su
antecesora, decían las enfermeras entendidas.
Los hospitales
hicieron el recambio y así se dio el puntapié inicial en los albores del
invento.
Por más que
quisiera, no podría decir que fuimos los hacedores de tamaño hallazgo, pues el
modelo se copió de un compañero de grado que a su vez lo había copiado de otro
y seguramente así hasta llegar a su inventor, todo un Einstein para nosotros
por esos tiempos.
La nueva gomera
lanzaba la piedra diez veces más potente que la tradicional, mejorando
sustancialmente la puntería, descontando que su durabilidad superaba por varias
vidas las primitivas. Así, el entusiasmo aumentaba a medida que cada uno
conseguía equiparse con la suya. Yo fui de los últimos en disponer de la mía,
pues la tuve que armar a escondidas de mis padres que se oponían a la travesura
argumentando que nos sacaríamos un ojo en un descuido.
Nada de eso
sucedió, gracias a Dios. Por el contrario, las juntadas se volvieron mucho más
interesantes que las vividas anteriormente. Hasta dignas de aventuras, diría
yo. Íbamos todas las siestas a gomerear lagartijas al viejo balneario
municipal, o a buscarlas sobre las vías del tren, en sitios baldíos o a la
represa de don Mizzau, un viejo y conocido refugio de todos los desertores de
la siesta de las tres de la tarde. Allí se concentraban, por lo general, los rebeldes
más grandes, de entre catorce y dieciséis años. Éramos todos del mismo barrio,
pero como la represa estaba bastante alejada de la casa de todos, sólo los más
audaces llegaban hasta ahí. Se pescaban mojarras en la represa, se jugaba al
fútbol, algunos hasta se bañaban en ella aliviando al menos por un rato el áspero
sol del verano.
Pero la mayoría
de las horas la pasábamos haciendo campeonatos de puntería. Con la gomera al
cuello los que no tirábamos aún, animábamos a cada uno de nuestros amigos. De a
tres eran las eliminatorias apuntando a una botella o a un tarro previamente
acomodado a varios metros de la raya de lanzamiento. Así, la siesta se consumía
en minutos.
No todos tenían
su gomera de tubo colgada al cuello, puedo recordar. Algunos todavía no salían
de la antigua gomera de cámara de bici, o la de la horqueta de hierro de los
kioscos. Razón por la cual, se me acercó un chico para hacerme un trato. Quería
cambiarme su vieja gomera, más una mojarra de unos ocho centímetros, por mi
flamante gomera de tubo. No supe qué decir en un primer momento. Mis amigos no
sabían qué responder, ya que el pedido de trato sonó algo intimidante, casi una
invitación a la aprobación. Y teniendo en cuenta que el demandante, o
comandante, tenía unos dieciséis años y unos veinte centímetros más que yo de
largo y ancho, la respuesta no se hizo esperar, ya nada se podía hacer. A
sabiendas de que el trato no me beneficiaba en absoluto, le dije que sí, con un
dolor en el alma que sólo yo advertí cuando quité mi gomera de tubo del cuello
para entregársela. Volver con los ojos inflados a casa no era algo que me
entusiasmara en absoluto.
Me quedé
observando la mojarra el resto de la siesta. Cuando llegara a casa, la pondría
en una pecera vacía que tenía mi tío, pensaba. Tal vez el trato no era tan malo
después de todo, siempre había querido tener un pez al lado de mi cama.
Comentarios
Publicar un comentario