Tambores de viento
Uno perdía la
noción del tiempo. La oscuridad no permite ver la luz del sol y, ese, era mi
único castigo. El resto, no era nada.
Desde que tengo
memoria creo haber estado más en la oscuridad que sudando como mula cosechando sus
campos. El castigo que usaban para imponer sus reglas iba más allá de la
crueldad, lo sabíamos todos los que alguna vez nos rehusamos a trabajar su
tierra.
Durante años mi
raza soportó el odio bajo el yugo inhumano de la esclavitud. Pobres, se creían
dioses viviendo como tales, humillando a los míos. Resplandecía el odio saciado en
sus ojos, al reconocer su maldad en las marcas que dejaban los grilletes en nuestros
tobillos, en nuestras muñecas, en las líneas de brasa que dibujaba el látigo en
nuestras espaldas.
Sólo Dios sabe
que se sentían más invulnerables cuanto más pequeños eran.
Desde siempre me
negaron lo que la tierra me ofrecía por derecho sólo por ser otro de sus hijos.
Desde que tengo
conciencia no he querido otra cosa más que llevar el perfume de su polvo en mis
manos.
Y Cristo es
testigo de que he vivido sólo para ver innumerables veces nacer el trigo;
luego, oscuridad.
Saqueaban con hinchada
mezquindad hasta la última gota de sudor de mi gente dejándonos desnudos sobre
la mortandad de la nada. Sólo había que robar un pedazo de pan para desatar su
furia. Y existía mucha gente hambrienta entre mis hermanos. Ellos nos prohibían
lo que la tierra nos daba en beneficio. Esa, era mi guerra.
“El hijo del
diablo” me llamaban, me usaban de ejemplo colgándome a un poste durante días
después de estar meses cautivo en la oscuridad. Me azotaban en público para
intimidar a mis negros a no pensar en ellos mismos, a no desafiar el espolón de
sus normas, a vivir deshonrados y en silencio bajo el madero de sus deseos.
A la mayoría los
silenciaba el miedo. Yo jamás lo tuve. Pensaban que encerrándome o castigándome
no lucharía por lo que me pertenecía, pensaban que me quitaban fuerza, que me
vencerían. Creían que renunciaría a mi lucha arrancándome lo único que tenía:
mi libertad.
Eso nunca fue
real.
Mientras mi
cuerpo de esclavo se desangraba envuelto en la oscuridad del pozo, por las
noches el viento devolvía el pulso a mi corazón trayéndome el latido de los
tambores. Su golpe devolvía la fuerza a un cuerpo moribundo. Su música era la
sabia, el bálsamo; y con ella, me iba a volar. Con la palma de mi mano palpaba
las espigas de trigo, las que tantas veces vi nacer, me remontaba por los
campos como las palomas en los maizales, corría descalzo por la tierra que
amaba, me empapaba en su polvo, las plantas de mis pies pisaban su milagro y
reía como loco correteando por su piel.
Ese era nuestro
sueño, el sueño del negro. Lo único que deseábamos en este mundo era ser hombres
libres.
Los tambores eran
ese sueño, me liberaban cada noche y en un instante era el hombre que tanto
deseaba ser, dejando en el pozo, a ese esclavo negro.
El látigo
marcaba sobre marca, y volvía, y volvía a marcar cada vez que robaba un pedazo
de pan para algún viejo moribundo, para algún niño con hambre. No tenía miedo,
no podía tenerlo, era mi guerra.
La oscuridad
retomaba su forma, regresaba como la luna misma. Los tambores revivían su
prodigio acercándome el viento su latir. Y yo, cada noche, era ave.
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